Al deshacerme por fin de las imágenes acuosas del sueño reciente, caí en la clara percepción del cuerpo ardiendo; salí de mi bolsa de dormir, bajé de la hamaca y me dirigí con anhelo impulsivo hacía el balcón que había mantenido sus puertas abiertas durante toda la noche. Allá abajo la selva infinita, los incontables verdes, coposos y opacos, no brillantes como en el sur, no como allá regulares y definidos. El ambiente húmedo y gris, el aire pulcro de la selva interminable y en medio de ella el agua corriendo en presuroso vuelo, en descenso impetuoso al suelo que le espera.
La fuerza de la luz diurna hizo entrar en actividad mucho de lo que hasta hace poco dormía, la melodía casi perfecta de los cantos de la selva emergía cada vez con más fuerza desde el humilde suelo en cobija de gruesa hojarasca, ahí ranas de brillantes colores; ahí semillas brotando; ahí tú, agachada la cabeza frente a carrás gigantescos, frente a barrigonas esbeltas y graciosas.
De repente el grito agresivo de monos cariblancos o el caminar imperceptible de serenos camaleones. En los árboles que imperfectamente exploré, composiciones magistrales en combinaciones de forma, color y texturas sobre sus cortezas, sobre sus hojas y arriba dejando filtrar la luz naciente, mosaicos increíbles de ramas en negro contraluz.
El anhelo de involucrarme me llevó a salir de la casa y aventurarme entre los bosques de palmas guiada únicamente por aromas húmedos entre caminos inexistentes de barro rojo recién bañado; esa selva pacífica, increíble, irreal me absorbe lentamente. Es extraño encontrarle, es difícil asimilar tu presencia en ella, no sin escapar a la irrealidad onírica, precisamente porque mientras estás afuera jamás le ves, porque no le identificas como parte tuya. Entonces es necesaria una larga caminata en pies desnudos, en piel mojada, para reconocer que eres tú en el aire; es necesario un extenso vuelo en alma desnuda, en ojos mojados, para reconocer que es la selva en tu vientre. Caminos, caminas, recuerdas poco a poco ese viaje de la última noche; llueve, lluvia cantora, antes de perderme otra vez en el sueño..
Llueve al medio día de ozram. Aún no puedo sacudirme de ese sueño en rocío que cubre mi cuerpo aterido; vuelos veloces de helados cantos chocan contra el rostro lacerado. No sé con seguridad cuanto tiempo permanecí dormida, echada sobre colchones húmedos de aroma mentolado, los cielos girando sobre mi cabeza. Las montañas alrededor me trajeron a la memoria antiguos relatos, imágenes precisas del sitio en que moran los dioses viejos de serena mirada; los melancólicos duendes de rostro en blanco y vestido en negro; los espíritus livianos amos del viento, cuyas barbas juegan con el agua y gráciles doncellas risueñas, habitantes de lagos y cascadas.
Un dolor seco subiendo por la garganta me sacó de mis meditaciones, me abrasaba la sed. Levanté la cabeza y observé como al pie de la montaña se dilataba el rumor claro y constante de un arroyo inmaculado, me incorporé y entonces caí en cuenta del frío intenso por el dolor en mis articulaciones, calculé unos 10 metros hasta el arroyo.
Estando allí, agachada entre algunos matorrales bajos, vi como en la parte opuesta de la margen resplandecía un ejército inconmensurable de fantásticos seres: uniforme negro, cabeza blanca coronada por un penacho amarillo, y como sentencia de su poder un grito ampo que resonaba bajo un eco uniforme y constante, un silencio níveo resultado del conjunto de muchísimos sonidos. Miles y miles se organizaban frente a mí, apostándose unos frente a otros en formación perfecta, en los valles bajos, detrás de las rocas o junto a las quebradas. Juzgué que me exigían algo, sentí en sus miradas una sentencia clara y definitiva, quizás debemos presentarnos mejor preparados, quizás después, quizás mucho antes.
Aún frente al respeto que me infundían aquellos seres hundí la cara en el agua joven, cercano su nacimiento se mostraba en el estado más puro y perfecto. Ya solo en esto creo que se me otorgó demasiado: exaltación del gusto en su sabor liviano; del olfato en su aroma dulce; del oído en su canto risueño; de la vista en el esmeralda y cristal; del tacto en su presencia abrasadora. Sentí una especie de rendición sagrada, más allá de todo lenguaje e intención.
Un tanto absorta, mis sentidos embotados, dejé el camino siguiente al arbitrio del azar, caminé entre lagunas sagradas de condición sanadora; subí altas montañas cobijadas por gélidas capas que lloran rápidas lágrimas prietas; escalé inmensas rocas resbalosas, conquistadas por hermosas flores diminutas; baile junto a quebradas y arroyos, me soñé cayendo en sus aguas plateadas, confundiéndome en sus danzas, en su fluir; me soñé siendo agua.
Anochece en un día llamado ozram, la luna llena asoma su cara detrás de las negras montañas, por primera vez en el día no llueve. El ejército ya dictaminó mi destierro, al día siguiente, en la madrugada de un día llamado lirba, tendría que partir. ¿Después de todo que podía esperar?, no hice caso a todas las justas advertencias, porque en primera instancia no tenía alguna intención clara, quizás tan solo caminar, y respirar el aire y sobre todo beber un poco del agua de esta tierra. Pensé que un alma que observa podría llegar a lograrlo, no le veía problema alguno y pequé de orgullosa. No se podían permitir ver avanzar mi intervención, tuvieron que expulsarme.
Quizás si mis sueños se cumplieran, si fuera agua en el Atrato o hielo en El Cocuy.