He estado meditando sobre la manera de escribir estas lineas. Mi inquietud la causa la disyuntiva entre la narración de una experiencia o el intento por hablar de un ser humano. En todo caso debo empezar por decir que, con la conciencia de mi subjetividad, esta persona no es de aquellas que se conocen y luego pasan rápidamente al sitio de nuestras indiferencias, cuando no al de nuestros olvidos. Ella es especial, ha gestado los sucesos que quiero contar. Pienso que ésta es una de las razones para que, entre quienes reflexionan sobre el arte literario, se privilegie a los personajes sobre los hechos: por más increibles que éstos sean, las personas trascienden las experiencias de las cuales son protagonistas. Los sucesos que he vivido, y que espero relatar someramente y no tan mal, han sido muy gratos para mí y espero que se fijen con fortaleza y claridad entre mis recuerdos más preciados. Pero me alienta más saber que, aunque ya no cerca físicamente, la mujer que los ha forjado, los ha trascendido y se encuentra ahora, en algún lugar de este hermoso planeta, haciendo de su vida una historia digna de ser contada. Me alienta más convencerme de su amistad y de que estaré dispuesto a escucharla, siempre que ella esté decidida a hablarme, aunque su voz pronuncie un idioma desconocido.
A las nueve de la mañana del 12 de diciembre de 2010, tercer domingo de adviento, asistía al inicio de una nueva celebración eucarística en la muy católica y colonial ciudad de Quito. El escenario era la iglesia de la Compañía de Jesús, en pleno centro histórico de la capital ecuatoriana. Los cronistas refieren que los pródigos jesuitas utilizaron siete toneladas de oro en el ornato interior de este barroco edificio. Sin embargo, al finalizar la misa, como excluidos desde y para siempre de esta exhorbitante parafernalia, en la parte exterior del templo, nos aguardaban más de 20 personas quienes buscaban silenciar el potente grito de su hambre y de su miseria, acudiendo a la generosidad de los devotos que acababan de acallar sus culpas.
En el año litúrgico católico, el tercer domingo de adviento se conoce como de
Gaudete, por las palabras de introito en la celebración latina de esta misa: "
Gaudete in Domino semper..." Estas palabras se corresponden con las que el apóstol Pablo escribió en su carta a los Filipenses: "
Alégrense siempre en el Señor..." (Flp 4, 4 - 7). Esta celebración, por lo tanto, es una invitación a la alegría. Y yo la había aceptado.
Sin embargo, mi alegría había empezado varios días atrás y a ella contribuía fundamentalmente la compañía de la mujer con la que recorría Quito. Johanna Hoerner llegó a Bogotá el 30 de septiembre. Era su primera vez en Colombia y en Suramérica, y su visita ha hecho parte de un viaje alrededor del mundo. Partiendo de su natal Alemania, estuvo en Canadá y en Estados Unidos y en ese momento iniciaba su recorrido por "
...la región más vegetal del viento y de la luz..."
Faltaban pocos minutos para la una de la tarde de aquel lunes trece de diciembre, la hora límite para entregar nuestra habitación en el hotel
Huasi Continental, en el corazón quiteño, cerca de Santo Domingo. Así que decidimos caminar muy rápido para volver a la plaza de San Francisco. Parecía que lleváramos años en Quito por la seguridad con la que doblábamos las viejas esquinas. Cristina me había obsequiado lo que Borges llamó
an unending gift: un cuaderno lleno de las infinitas posibilidades de varias hojas en blanco. Sin embargo la primera ya había sido transgredida por el grafito y en ella se fijaban emociones fechadas en Santiago de Chile. Escribí entonces en Bogotá, ¿cómo no hacerlo en Quito?
En San Francisco, mientras yo escribía con un lápiz comprado en pleno centro de la capital ecuatoriana, Johanna tomaba fotografías. Pero, en este mágico continente de contrastes, las buenas sorpresas no se detienen: guiados quizá por el azul de los ojos de mi amiga ("
blue eyes power", i told her), un grupo de jóvenes estudiantes le pidió que por favor aceptara contestar una entrevista en inglés, mientras uno de ellos hacía el correspondiente registro en video. Disfruté mucho compartir mordaces críticas contra los gringos en conversaciones con esta ciudadana alemana, mientras tomábamos café en algún lugar del Ecuador. Y confieso que también me gustó que esta divertida entrevista le comprobara a Johanna que para los suramericanos que no conocemos a estas personas más allá de sus ojos claros, piel blanca y lengua incomprensible,
tod@s son gringos.
Pero un ser humano en particular no admite definición en función de categorías generales. Ni los defectos, ni las cualidades, ni las características fundamentales de una persona, proceden del país en el que por veleidades cósmicas haya nacido. Escribo esto porque quiero decir que Johanna me simpatiza no por ser alemana sino por ser Johanna. De hecho, no le oculté a mi amiga mi molestia por el hecho de que europeos y gringos puedan comprar casi todo lo que quieran en nuestras tierras, mientras algunos miembros de nuestra gente no tienen dinero para alimentarse. Sin embargo, me alegra mucho saber que Johanna tiene muy claro que existen muchas cosas que escapan al aparente poder omnímodo del dinero.
Precisamente las experiencias con Johanna han sido austeras y, por lo tanto, elegantes en lo material, pero de una inmensa generosidad en lo importante, en alegría, inteligencia y espiritualidad. En otras palabras, Johanna es una guerrera que disfruta de todo, con una capacidad de adaptación asombrosa y sin lugar a remilgo alguno. Todo lo contrario: asumimos y nos gozamos el reto de encontrar lo barato sin que dejara de ser muy bueno.
El periplo de Johanna por el sur de Colombia y el norte de Ecuador, empezó el tres de diciembre en Bogotá. La movilidad en la capital colombiana pasa por uno de sus momentos de peor crisis. Existen, actualmente, 142 frentes de obra en las vías, desarrollandose simultáneamente. Esto junto a los millones de habitantes que necesitan trasladarse diariamente, la inmensa cantidad de vehículos que llenan las calles, y las torrenciales lluvias que cayeron sobre la ciudad en el segundo semestre del 2010, hacen que ir de un lado a otro de Bogotá sea una verdadera odisea. No es que quiera excusarme con lo anterior, pero el tres de diciembre, Maye, Sebas, Johanna y yo, teníamos tiquetes para Ipiales a las 2 de la tarde y llegamos al terminal a las 2:30 p.m., y claro: el bus ya se había ido.
Así que, para no perder la platica de los tiquetes, a
voltear en una terminal atestada de gente. Después de tanto hacer y de pagar veinte mil pesos más por cada tiquete, logramos conseguir cupo para las 7:15 p.m. A esa hora, al fin, abordamos el bus. Empezaba así un viaje que rompió todos los récords. Hagamos cuentas: cinco horas de espera en la terminal de Bogotá, doce horas de trancón en La Linea y una llegada a La Esperanza a las cuatro de la madrugada del domingo cinco de diciembre, para un total de treinta y ocho horas de recorrido, desde que salimos del apartamento en Bogotá.
Pero La Esperanza es un reino de serenidad, descanso e inspiración. Mi Padre nos estaba aguardando, sin que le hubiese importado la inusual (incluso atrevida) hora de nuestra llegada, para darnos la bienvenida.
Luego de un par de reparadoras noches, en la tarde del lunes seis de diciembre visitamos el lugar que ha sido llamado: "
...el milagro de Dios sobre el abismo..."
Y bajamos hasta el río para corroborar que el abismo mismo es también un milagro.
El martes siete de diciembre nos quedamos en La Esperanza durante la mañana. Hicimos almuerzo y a eso de las cuatro de la tarde bajamos de nuevo al rio. Al regresar a la casa, encendimos muchas velas para mantener y compartir esta tradición con nuestra amiga. Cenamos al aire libre y nos quedamos hablando hasta que todas las velas se consumieron por completo.
El miércoles ocho de diciembre visitamos la laguna de La Cocha. En la lancha que nos llevó a La Corota, conocimos a Angélica y a Juan David, dos colombianos que volvían a su país después de varios años de estar viviendo y estudiando en Buenos Aires. Él había concluido una maestría en filosofía y ella arte dramático en la capital argentina. Habían cruzado Rumichaca el día anterior, luego de un viaje de retorno de tres meses recorriendo Argentina, Chile, Bolivia, Perú y Ecuador. Con ellos almorzamos, trucha por supuesto, y hablamos mucho sobre el universo suramericano: La Pampa, Copacabana a orillas del Titicaca, Atacama, Machu Picchu.....
El jueves nueve de diciembre hicimos en Ipiales los trámites migratorios respectivos y por la noche, de nuevo en La Esperanza, fijamos nuestro itinerario de visita al país ecuatoriano. Recibimos la mañana entre montañas colombianas, pero a las 9:00 a.m. ya habíamos cruzado la frontera. En el parque
Ayora de Tulcán nos hicimos a unos pocos pero suficientes dólares, compramos naranjas y manzanas, y nos embarcamos sin tardanza en un bus que por tres dólares nos llevó hasta Otavalo.
Llegamos a buena hora para almorzar; luego conseguimos una buena habitación en el tercer piso del hostal
Los Andes, con balcón hacia la
plaza de los ponchos, el lugar donde cada Sábado funciona el surrealista mercado de Otavalo. Descansamos un poco en el hostal y luego salimos, decididos a ir caminando hasta el lago San Pablo. Pero, escuchadas las recomendaciones de un amable otavaleño, subimos a un bus que salía de la ciudad y hacía un recorrido bordeando el lago. Salvo por este colombiano, mi amiga alemana y quizá el conductor, el vehículo estaba ocupado por indígenas de todas las edades, la mayoría de las cuales eran mujeres. Ellas se atavían con collares brillantes y vistosos, y sus vestidos son muy coloridos. Los hombres llevan siempre ruana, una trenza muy larga y sombrero. Le pedimos al conductor que por favor nos dejara en un lugar desde el que pudieramos disfrutar la vista al lago mientras nos tomabamos un
cafecito. Así que justo a tiempo para resguardarnos de la lluvia que iniciaba, bajamos del bus y entramos en la hosteria
Cabañas del Lago. Este es un lugar muy agradable con una espectacular vista a ese paisaje hecho de agua entre montañas. Pero a leguas se notaba que era muy costoso. Por simple curiosidad averiguamos que alojarse una noche en este lugar puede llegar a costar 183 dólares. (En el hostal
Los Andes pagaríamos tan sólo ocho dolares la pernoctada). Pero decidimos disfrutar del lugar así no fuera barato, por lo que escogimos una salita, muy bien amoblada y con vista al lago, y pedimos dos tazas de chocolate caliente. Es el chocolate más caro que he tomado (cuatro dólares cada taza), pero no me arrepiento.
Empezaba la noche cuando salimos de la hosteria. Caminamos un poco más por los alrededores del lago y nos enfrentamos a la furia de una jauría de perros ecuatorianos. Debo admitir que salimos perdedores, así que... media vuelta y a esperar el bus de regreso. Aprovechamos para caminar por las calles nocturnas de Otavalo. Compramos un pan que me sorprendió por lo sabroso y acompañandolo con yoghurt de melocotón nos lo comimos en nuestra habitación. Ese viernes concluyó con un torrencial aguacero. Al día siguiente, desde las cuatro de la mañana se escuchaba el montaje de los puestos en el mercado del sábado que comenzaba. Profusión de cereales, formas, sabores, colores, telas, metales, piedras, artesanías: un lugar privilegiado para percibir directamente la cultura a la que Vasconcelos llamó:
la raza cósmica...
Ese sábado almorzariamos en Quito. Salimos de Otavalo a eso de las once de la mañana, en un bus que, por dos dolares y cincuenta centavos, nos llevó hasta la capital. En la estación de la terminal norte tomamos el trole. El sistema de transporte urbano de esta ciudad está integrado por rutas de buses eléctricos, los troles; los ecobuses y el metrobus. Las lineas de funcionamiento, en los tres subsistemas, atraviesan Quito de sur a norte, pero por calles paralelas, separadas entre sí de oriente a occidente. Los tres se encuentran perfectamente integrados entre sí y el costo del viaje en cualquiera de ellos es de 25 centavos de dolar. Así que nuestro primer viaje en trole nos llevó hasta la plaza de Santo Domingo en el epicentro colonial. Conseguimos nuestra habitación en el ya publicitado hotel Huasi Continental y almorzamos por un dolar y setenta y cinco centavos en el restaurante del mismo hotel. Pasamos dos noches en este hotel y por cada una de ellas pagamos diez dólares.
Descansamos durante una hora en nuestra habitación y salimos a conocer el Quito viejo. Esta ciudad tiene la zona colonial más grande de suramérica por lo que fue declarada, en su totalidad, como patrimonio de la humanidad. Estuvimos en lugares como La Ronda, la plaza de Santo Domingo, la plaza de San Francisco, la plaza del teatro Nacional Sucre y la llamada plaza Grande, donde se encuentra la sede presidencial. De regreso a nuestro hotel, entramos a una muy pintoresca panaderia y en su segundo piso, al calor del horno, nos tomamos sendos cafecitos. Fue aquí donde hablamos mucho de política, religión, economía, relaciones internacionales, historia, etc. La única conclusión plenamente compartida fue la alegría de no ser gringos y la tristeza por los males que al mundo entero le causan los imperialismos y neocolonialismos de cualquier tipo.
Regresamos al hotel y descansamos de nuevo por algunos minutos. Durante nuestra caminata de la tarde miramos un cartel promocionando un concierto gratuito en el teatro Sucre para esa noche a las 8:30 p.m. Así que salimos de nuestro hotel a las 8 y cuarto, y caminamos hasta la plaza del teatro. El concierto clausuraba la gira que por Colombia y Ecuador realizaron la Orquesta de Instrumentos Andinos, del vecino país, y el grupo Cimarrón, de nuestros llanos orientales.
El Teatro Nacional Sucre de Quito es el equivalente ecuatoriano del teatro Colón de Bogotá. Fue una función de gala, en la que presenciamos el afortunado experimento que unió en interpretación conjunta a la prestigiosa orquesta ecuatoriana con el no menos reconocido grupo colombiano. Una elocuente muestra del más auténtico folklore suramericano, que hizo que termináramos bailando, en pleno teatro, El Pasito Tun Tun, en versión para orquesta de instrumentos andinos y grupo llanero (http://www.youtube.com/watch?v=dTsuPggEzBw).
De regreso al hotel, transitamos las calles nocturnas del centro de Quito y verificamos que esta ciudad reclama ser el lugar donde se planeó y desde donde partió la expedición que le permitió a Francisco de Orellana el descubrimiento del rio Amazonas. De esta manera se lee en una inmensa proclama en uno de los edificios que circundan a la Plaza Grande.
A las siete de la mañana del domingo 12 de diciembre, tercero de adviento, salimos a recorrer las calles quiteñas con el objetivo de conseguir humitas y empanadas de verde para el desayuno. Logramos comer humitas con café, huevos y jugo de lulo ( de naranjilla, para los ecuatorianos ). Pero, aunque seguimos buscando las empanadas de verde hasta el otro día, Quito aun nos las debe. Espero que no pase mucho tiempo hasta que nos pague esta deuda.
Después de la misa Gaudete, fuimos a otro templo. Uno de naturaleza distinta, donde no se elevan plegarias, donde se gritan denuncias. Un templo con el poder telúrico del arte: La Capilla del Hombre. Este lugar hace parte de la materialización de una parte de los muchos sueños del maestro Oswaldo Guayasamín. Siempre he considerado que el arte manifiesta de una manera inefable. ¡Qué vano pretender describir lo que éste comunica!. Simplemente, que Los Pichinchas sigan gritando en nuestra tierra mestiza y que nosotros no seamos sordos a la urgencia de este clamor.
Profundamente conciente de la realidad suramericana, de sus inequidades, del lastre doloroso que en América han labrado los colonialismos, Guayasamín, no obstante, fue un profundo convencido del nuevo despertar latinoamericano. Por esto, de entre los varios inmensos murales que están en
La Capilla, quise tener una foto con este: una niña a punto de despertar. Se llama
Mestizaje y está pintado con colores vivos.
La Capilla del Hombre queda en la parte más alta de uno de los varios cerros que tiene Quito, y está al lado de la casa en la que vivió Guayasamín. Es una zona residencial muy bonita, en lo que se conoce como
nuevo Quito o Quito moderno. Cuando concluimos nuestro peregrinar, continuamos caminando por aquellas calles, buscando un lugar donde calmar el hambre. Pero si hemos relatado lo barata que es esta ciudad, ahora nos dábamos cuenta de lo cara que también podía ser. Decidimos caminar hacia el noroccidente, porque nuestro objetivo ahora era la
Mitad del Mundo, mientras seguiamos siendo guiados por nuestras ganas de comer. Llegamos a
La Carolina y almorzamos en un restaurante dentro del parque.
Continuamos caminando hasta la estación adecuada del metrobus y seguimos hasta la parada más al norte. Allí tomamos una especie de bus alimentador que por quince centavos nos llevó hasta la Mitad del Mundo a, aproximadamente, 25 kilómetros de Quito.
La noche de este domingo, encontramos todo cerrado cuando regresamos al centro. Ya estabamos pensando en tomar el trole para encontrar algo qué comer, cuando en una de las solitarias esquinas de la plaza del teatro, dimos con un restaurante chino. En Ecuador son muy frecuentes, y se conocen como
chifas. Lo que compramos nos sirvió para cenar e incluso para el almuerzo del día siguiente.
El lunes trece, visitamos la Casa de la Cultura Ecuatoriana y aprovechamos para conocer un poco más del nuevo Quito (entramos a un McDonald's, pero sólo a orinar).
A las dos de la tarde, Johanna Hoerner y yo nos despedimos en la plaza de Santo Domingo. Ella tomó el trole hacia el sur, y yo hacia el norte. Considero un privilegio haber acompañado a mi amiga durante el trecho suramericano de su viaje alrededor del mundo. Ha sido una gran alegría haber compartido con ella una parte de la vida. Ahora creo que comprendo mejor, en su sentido más hondo, aquello de
dime con quién andas y te diré quién eres. No indica en realidad, una suerte de estratificación en la que hay mejores personas que otras, y el imperativo de hacerse acompañar de las primeras excluyendo a las otras. Creo que existe algo que nos hermana a todos los seres de nuestra especie sin excepción, sin importar quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos o dónde hayamos nacido. Creo que es la posibilidad esencial de una generosidad trascendente, la de compartir sueños y colaborar juntos en hacerlos realidad. Creo que la característica que mejor define a Johanna es su bondad. Una bondad profunda, reflexiva, inteligente, no sólo de intención, de permanente realización, serena y divertida a la vez. Caminar con Johanna me ha hecho sentir que también soy capaz de este tipo de bondad.
Varios días después nos volvimos a encontrar en Rumichaca. Ahora compartiriamos unos días más en La Esperanza. Horneamos pasteles y subimos a las montañas. Pero esa es otra historia...
Inicié estas lineas hablando de la misa
Gaudete. Escribí que esta palabra latina es una invitación a la alegría:
Regocíjense!! Durante el sermón en la iglesia de La Compañía, el sacerdote opinó que el motivo para la exultación es la presencia actual de Cristo vivo entre nosotros. Inspirado por el capítulo 25 del Evangelio de Mateo, Guayasamín pidió mantener siempre una luz encendida, ya "
...que siempre voy a volver." El cumplimiento de una promesa de eterno retorno equivale a una presencia constante. Es por esto que, aunque sé que, en los momentos en que escribo estas líneas, ella está en Laos, en la Indochina, el motivo para mi
Gaudete es la certeza de la constante presencia de mi amiga Johanna Hoerner.
Coda : Otro motivo, quizá más importante: este viaje, corto en tiempo, pero inmenso en experiencias, me ha comprometido hasta el tuétano con la feliz circunstancia de ser suramericano. Quiero conocer en profundidad esta hermosa tierra, mi amado continente, donde tengo la fortuna de asentar mis pies y desde donde miro a futuro.
La cintura cósmica del sur...LFEG ® 2011.